Chicos, en esta ocasión les comparto un cuento de este gran escritor, Hermann Hesse. Pero esperen...no es cualquier historia, es una historia salpicada de magia, de colores, de sabiduría, desde el principio hasta el final.
Me he disfrutado esta lectura, por el simple hecho de que me hizo evocar escenas de mi dulce infancia. Sentí que viajaba a través del tiempo y me encontraba en aquella etapa de mi vida en la que fui realmente feliz, quizá, sin siquiera saberlo. En ese momento pleno cuando creía con toda la fuerza de mi corazón que todo era posible, y que el mundo estaba constituido por polvo de estrellas, y que nosotros éramos minúsculos seres alados, mágicos, que vinimos de paso a la tierra, algo así como pasar las vacaciones, porque nuestra verdadera casa era la luna.
Bueno, basta de plática, disfruten este maravilloso cuento....
No fui educado únicamente por mis padres y maestros, sino también por fuerzas superiores, más ocultas y misteriosas, entre ellas el dios Pan, que bajo la forma de un pequeño ídolo danzante indio estaba en el armario de vitrinas de mi pueblo. Esta divinidad y aun otras se ocuparon de mis años de infancia, y mucho antes de que supiese leer y escribir me llenaron de imágenes e ideas ancestrales de Oriente, de tal manera que más tarde cada encuentro con los modos indios y chinos era como un reencuentro, como una vuelta a los orígenes. Y sin embargo soy europeo, he nacido incluso bajo el signo activo de Sagitario y he practicado toda mi vida las virtudes occidentales de la vehemencia, de la codicia y de la curiosidad insaciable. Afortunadamente aprendí, como la mayoría de los niños, las cosas más imprescindibles para la vida ya antes de los años del colegio, aleccionado por los manzanos, por la lluvia y el sol, el río y los bosques, las abejas y los escarabajos, enseñado por el dios Pan y el ídolo danzante de la cámara de tesoros del abuelo. Conocía el mundo, trataba sin miedo con los animales y las estrellas, me movía a mis anchas en las huertas y entre los peces del agua y sabía cantar un buen número de canciones. También sabía hacer magia, aunque por desgracia lo olvidé pronto y tuve que aprenderlo de nuevo cuando ya era mayor y disponía de toda la sabiduría legendaria de la infancia. A esto se añadieron las ciencias del colegio, que aprendí con facilidad y que me gustaban. La escuela, sabiamente, no se ocupaba de esas disciplinas serias que son imprescindibles para la vida, sino principalmente de entretenimientos bonitos y divertidos, que me solían solazar, y de conocimientos de los cuales algunos me han sido files toda la vida; así sé, aún hoy, muchas palabras, frases y versos hermosos y chistosos del latín, y el número de habitantes de muchas ciudades de todos los continentes, naturalmente no la cifra actual, sino la de los años ochenta.
Hasta los trece años no pensé nunca seriamente lo que sería un día de mí, ni el oficio que podía aprender. Como todos los muchachos amaba y envidiaba algunos oficios: el de cazador, ganchero, carretero, equilibrista, explorador del polo norte. Pero lo que hubiera preferido ser es mago. Esta era la tendencia más profunda y entrañable de mis impulsos, un cierto descontento hacia lo que se llamaba la «realidad» y que, a veces, me parecía una convención ridícula de los mayores; no tardó en ser corriente en mí un cierto rechazo entre temeroso y despreciativo de esa realidad y el deseo ardiente de encantarla, transformarla y potenciarla. En mi infancia el deseo de hacer magia estaba dirigido a objetivos externos, infantiles: me hubiese gustado hacer crecer manzanas en invierno y llenar mi bolsa de oro y plata por encanto, soñaba con paralizar a mis enemigos por arte de magia, avergonzarles luego con mi magnanimidad y ser proclamado vencedor y rey; quería descubrir tesoros enterrados, resucitar muertos y hacerme invisible. Sobre todo el hacerse invisible era un arte que yo apreciaba y deseaba intensamente. Este deseo y el deseo de todos los poderes mágicos me acompañó a lo largo de toda la vida bajo distintas formas que a menudo yo no reconocía inmediatamente. Así, más tarde, cuando ya era adulto y ejercía la profesión de escritor, sucedió que muchas veces intenté desaparecer detrás de mis obras, rebautizarme y ocultarme tras nombres caprichosos y significativos; es curioso que mis compañeros de profesión me hayan reprochado con frecuencia esos intentos y los hayan interpretado mal. si miro hacia atrás, veo que toda mi vida ha estado bajo el signo del deseo de poder mágico; la manera que fueron cambiando con el tiempo las metas de mis deseos mágicos, cómo los sustraje progresivamente del mundo externo, absorbiéndoles dentro de mí, cómo aspiré poco a poco, no a cambiar las cosas, sino a mí mismo, cómo traté de sustituir la torpe invisibilidad de la capa mágica por la invisibilidad del sabio, que reconociendo siempre permanece escondido —éste sería el verdadero contenido de la historia de mi vida.
Yo era un muchacho feliz y alegre, jugaba con el hermoso mundo de colores, en todas partes estaba a gusto, tanto entre los animales y las plantas como en la selva de mi fantasía y mis sueños, contento de mis fuerzas y facultades, más dichoso que consumido por mis fogosos deseos. Sin yo saberlo, practicaba por entonces algunas artes mágicas con más perfección que nunca después. Fácilmente conquistaba amor, fácilmente adquiría influencia sobre los demás, fácilmente me encontraba en el papel de jefe, del solicitado o del misterioso. Durante años mantuve a compañeros y pariente más jóvenes en la respetuosa convicción de mi real poder mágico, de mi poder sobre los duendes, de mis derechos a tesoros ocultos y coronas. Durante mucho tiempo viví en el paraíso, aunque mis padres me hicieron conocer muy pronto la serpiente. Mucho tiempo duró mi sueño infantil, el mundo me pertenecía, todo era presente, todo estaba dispuesto a mi alrededor para el juego hermoso. Si alguna vez surgían en mí la insatisfacción y la añoranza, si alguna vez se cubría de sombras y de dudas ese alegre mundo, casi siempre hallaba con facilidad el camino a ese otro mundo más libre y sin obstáculos de las fantasías, y al volver me encontraba el mundo externo otra vez dulce y amable. Mucho tiempo viví en el paraíso.
Había un cobertizo en el pequeño jardín de mi padre donde tenía conejos y un cuervo amaestrado. Allí pasaba horas interminables, largas como siglos, en el calor y el placer de propietario, los conejos olían a vida, a hierba y luche, sangre y procreación; y el ojo negro y duro del cuervo relucía la lámpara de la vida eterna. En el mismo lugar pasaba otros ratos interminables, al atardecer, a la luz del un cabo de vela, junto a los animales calientes y adormilados, solo o con algún compañero, urdiendo planes para desenterrar inmensos tesoros, para obtener la raíz Alraun, para caballerescas y victoriosas campañas a través del mundo necesitado, en las que condenarían a los ladrones, consolaría a los desdichados, liberaría a los prisioneros, reduciría a cenizas los castillos de los caballeros dedicados a la rapiña, mandaría crucificar a los traidores, perdonaría a los vasallos rebeldes, conquistaría a las princesas y entendería el lenguaje de los animales.
En la gran biblioteca de mi abuelo había un libro, enorme y pesado, en el que hojeaba y leía a menudo. Había en este libro inagotable antiguas y extrañas ilustraciones, que unas veces surgían luminosas y tentadoras nada más abrir y hojear las páginas, otras las buscaba y no las encontraba, habían desaparecido como por encanto, como si nunca hubiesen existido. Contenía este libro una historia infinitamente hermosa y comprensible que yo solía leer. Tampoco la encontraba siempre, la hora tenía que ser propicia, de vez en cuando desaparecía por completo y permanecía oculta, a menudo parecía haber cambiado de lugar y domicilio; unas veces, al leerla, era extrañamente amable y casi comprensible, otras era oscura y hermética como la puerta del desván, detrás de la cual se oían al anochecer las risas ahogadas y los suspiros de los espíritus. Todo estaba lleno de realidad y todo estaba lleno de magia, ambas florecían plácidamente, una junto a otra, ambas me pertenecían.
Tampoco el ídolo danzante de la India, el que estaba en la vitrina llena de tesoros de mi abuelo, era siempre el mismo, no tenía siempre la misma cara ni bailaba a todas horas la misma danza. A veces era un ídolo, una figura extraña y divertida como las que se suelen hacer y adorar en países extraños e incomprensibles por otros pueblos también extraños e incomprensibles. En otros momentos era una obra de magia, llena de significado y profundamente inquietante, ávida de sacrificios, maligna, severa, imprevisible, burlona, parecía incitarme, por ejemplo a que me riera de él para vengarse luego de mí. Era capaz de mover los ojos aunque estaba hecho de metal amarillo; a veces bizqueaba. En otros momentos volvía a ser sólo símbolo, no era ni bonito ni feo, no era malo ni bueno, ni ridículo ni terrible, sino simplemente antiguo e inimaginable como una runa, como una mancha de musgo sobre la roca, como el dibujo de un guijarro, y detrás de su forma, detrás de su rostro e imagen, vivía Dios, moraba lo infinito, que siempre yo entonces, muchacho, veneraba con la misma fuerza que más tarde cuando lo llamaba Siva, Vinsú, Dios, Vida, Brahma, Atmán, Tao o Madre Eterna. Era padre, madre, mujer y hombre, sol y luna. Y cerca del ídolo en la vitrina y en otros armarios del abuelo había colocadas y colgadas muchas otras cosas e instrumentos, collares de perlas de madera como rosarios, rollos de palma cubiertos de antigua escritura india, tortugas talladas en esteatita verde, pequeños dioses de madera, de cristal, de cuarzo, de barro, mantos bordados de seda y de hilo, vasos y platos de cobre amarillo y todo aquello venía de la India y de Ceilán, la isla paradisíaca de los helechos gigantes y las costas de palmeras y de los suaves cingaleses con ojos de ciervo, venía del Siam de Birmania, y todo olía a mar, a especias, a lejanía, a canela y sándalo, todo había pasado por manos oscuras y amarillas, humedecido por la lluvia tropical y el agua del Ganges, resecado por el sol ecuatorial, cubierto por la sombra de la selva. Y todas estas cosas pertenecían al abuelo, y él, el viejo, venerable y poderoso con amplia barba blanca, omnisciente, más poderoso que mi padre y mi madre, estaba en posesión de otras cosas y otros poderes mucho mayores, suyo era no sólo el dios y juguete indio, sino todos los objetos tallados y pintados, consagrados con hechizos, el cuenco de coco y el arca de sándalo, la sala y la biblioteca, él era también un mago, un iniciado, un sabio. Entendía todas las lenguas humanas, más de treinta, quizá también la de los dioses, quizá también la de las estrellas, sabía escribir y hablar pali y sánscrito, sabía cantar canciones canaresas, bengalíes, indostánicas y cingalesas, conocía las oraciones de los mahometanos y de los budistas, aunque era cristiano y creía en la Santísima Trinidad, había estado muchos años y décadas en países orientales, calientes y peligrosos, había viajado en barcas y en carros de bueyes, a caballo y en mulas, nadie sabía como él que nuestra ciudad y nuestro país eran sólo una parte muy pequeña de la tierra, que mil millones de seres tenían otras creencias, otras costumbres, otras lenguas, otro color de piel, otros dioses, otras virtudes y otros vicios. Yo le quería, admiraba y temía, de él esperaba todo, le creía capaz de todo, de él y de su dios Pan disfrazado de ídolo aprendía sin cesar. Este hombre, el padre de mi madre, estaba metido en un bosque de misterios, como lo estaba su rostro en el blanco bosque de la barba, sus ojos irradiaban tristeza universal o serene sabiduría, según las circunstancias, sabiduría solitaria y picardía divina. Personas de muchos países le conocían, admiraban y visitaban, hablaban con él en inglés, francés, indio, italiano, malayo y volvían a irse después de largas conversaciones, sin dejar rastro, quizá eran sus amigos, quizá sus enviados, quizá sus criados y encargados. Sabía que de él, el insondable, procedía el misterio que rodeaba a mi madre, el aire misterioso y ancestral, y también ella había estado mucho tiempo en la India, también ella hablaba y cantaba en malajalam y canarés e intercambiaba con su anciano padre palabras y frases en lenguas mágicas y extrañas; como él, poseía también a veces la sonrisa de la lejanía, la sonrisa velada de la sabiduría.
Mi padre era distinto. El estaba solo. No pertenecía ni al mundo de ídolo y del abuelo, ni al mundo cotidiano de la ciudad, estaba al margen, solo, un ser que sufría y buscaba, culto y bondadoso, sincero y lleno de entusiasmo al servicio de la verdad, pero muy lejos de aquella sonrisa, noble y sensible, aunque clara, sin aquel misterio. Nunca le abandonó la bondad, ni la sabiduría, pero nunca desapareció en aquella nube mágica del abuelo, nunca se perdió su rostro en aquella candidez y divinidad, cuyo juego a veces tristeza, a veces fina burla, y a veces como una máscara divina ensimismada. Mi padre no hablaba con mi madre en lenguas indias, sino en inglés y en alemán puro, claro, bello y con un ligero acento báltico. Con esta lengua me atraía, ganaba y enseñaba, de ven en cuando le amulaba lleno de admiración y entusiasmo, aunque sabía que mis raíces crecían profundas en el suelo de la madre, en ese mundo de ojos negros y de misterio. Mi madre estaba llena de música, mi padre no, él no sabía cantar.
Junto a mí crecieron mis hermanas y dos hermanos mayores, altos, envidiados y admirados. Alrededor de nosotros estaba la ciudad, vieja y corcovada, y alrededor de ella las montañas cubiertas de bosques, severas y algo sombrías, por medio discurría un río hermoso, sinuoso y vacilante, y yo amaba todas estas cosas y las llamaba patria y en el bosque y el río conocía exactamente las plantas y el suelo, las piedras y cuevas, las aves, las ardillas, el zorro y el pez. Todo ello me pertenecía, era mío, era mi patria —pero además existían la vitrina y la biblioteca, y la burla bondadosa en el rostro omnisciente del abuelo, y la mirada cálida y oscura de mi madre y las tortugas y los ídolos, las canciones y las frases indias, y aquellas cosas me hablaban de un mundo más amplio, de una patria más grande, de un origen más antiguo, de un contexto más grande. Y arriba en su gran jaula de alambre nuestro papagayo rojo y gris, viejo y sabio, con su cara inteligente y su pico afilado; cantaba y hablaba y procedía, también él, de un país lejano, desconocido, gorjeaba idiomas de la selva y olía a ecuador. Muchos mundos, muchos continentes extendían sus brazos y sus rayos, y se encontraban y cruzaban en nuestra casa. Y la casa era grande y antigua, con muchas habitaciones vacías, con sótanos y grandes pasillos en los que resonaban los pasos, y que olían a piedra y frescura, y desvanes interminables llenos de leña y fruta, y corrientes de aire y vacío oscuro. Muchos mundos cruzaban sus rayos en esta casa. Aquí se rezaba y se leía la Biblia, se estudiaba y se aprendía la filología india, se hacía mucha y buna música, se conocía a Buda y Lao Tse, venían visitas de numerosos países con el perfume de tierras lejanas y extranjeras en las ropas, con extrañas maletas de cuero y mimbre y con el sonido de lenguas extrañas, allí se daba de comer a los pobres y se celebraban fiestas, la ciencia y la fábula vivían muy juntas. Había también una abuela a la que teníamos un poco de miedo y a quien no conocíamos bien porque no hablaba alemán y leía una Biblia francesa. La vida de aquella casa era compleja y no siempre comprensible, en ella la luz jugaba en múltiples colores, la vida sonaba rica y polifónica. La casa era bonita y me gustaba, pero más bonito todavía era el mundo de mis ilusiones, más ricas mis fantasías. La realidad nunca me bastaba, me hacía falta la magia.
La magia moraba familiarmente en nuestra casa y en nuestra vida. Además de los armarios del abuelo, estaban los de mi madre, llenos de tejidos asiáticos, vestidos y velos, también era mágica la mirada bizca del ídolo, lleno de misterio el olor de algunas habitaciones antiguas y rincones de la escalera. Y dentro de mí se correspondían muchas cosas en este mundo exterior. Había objetos y relaciones que sólo existían en mí y para mí solo. Nada tan misterioso, tan poco comunicable, tan lejos de la verdad cotidiana como ellas, y sin embargo nada era más real. La misma caprichosa aparición y desaparición de las ilustraciones e historias de aquel enorme libro era así, y las transformaciones en el rostro de las cosas, que yo veía suceder a cada instante. ¡Qué aspecto tan distinto tenían la puerta de la casa, la casita del jardín y la calle según fuese una tarde de domingo o la mañana de un lunes! ¡Qué distintos eran el reloj de pared y la imagen de Cristo del cuarto de estar el día que reinaba allí el espíritu del abuelo o el de mi padre, y cómo se transformaba todo en las horas en que ningún espíritu extraño excepto el mío daba a las cosas su sello, cuando mi alma jugaba con ellas y les daba nuevos nombres y significados! En esos momentos una silla o un taburete familiares, una sombre cerca de la estufa, los titulares de un periódico, podían volverse bonitos o feos y malignos, significativos o banales, despertar nostalgia o intimidar, ser ridículos o tristes. ¡Qué pocas cosas eran firmes, estables y perdurables! ¡Todo vivía, sufría transformaciones, deseaba transformarse, estaba al acecho de la disolución y el renacimiento! Pero de todos los fenómenos mágicos el más importante y fantástico era el «hombrecillo». No sé cuándo le vi por primera vez, creo que siempre existió, que vino conmigo al mundo. El hombrecillo era un ser diminuto, gris como una sombra, un espíritu o duende, ángel o demonio, que a veces aparecía y caminaba delante de mí, cuando estaba dormido y cuando estaba despierto, y al que tenía que obedecer que mi padre, más que a mi madre, más que a la razón, con frecuencia incluso más que al miedo. Cuando se me aparecía solo existía él, e hiciese lo que hiciese yo le tenía que imitar: aparecía en las situaciones de peligro. Cuando me perseguía un perro o un compañero más fuerte, lleno de ira, y mi situación era precaria, entonces, en el momento más difícil, aparecía el hombrecillo, corría delante de mí, me enseñaba el camino, me traía la salvación. Me indicaba la tabla suelta en la valla del jardín, por la que encontraba una salida en el último minuto angustioso, me enseñaba lo que debía hacer en cada instante: dejarme caer, dar la vuelta, echar a correr, chillar, estar callado. Mi quitaba de la mano algo que iba a comer, me conducía al lugar donde encontraba mis cosas perdidas. Había épocas en las que lo veía todos los días. Otras en las que no aparecía. Estas épocas no eran buenas, entonces todo era anodino y confuso, no sucedía nada, no progresaba nada.
Una vez en la plaza del mercado corría el hombrecillo delante de mí, y yo le seguí; se fue corriendo a la enorme fuente del mercado en cuya pileta de piedra, más profunda que un hombre, caían los cuatro chorros de agua; trepó ágil por la pared de piedra hasta el borde, y yo detrás, y cuando saltó con un movimiento rápido a las aguas profundas, salté yo también, no había otra alternativa, y estuve a punto de ahogarme. Pero no me ahogué porque me sacaron, precisamente fue una hermosa vecina joven a la que apenas conocía y con la que establecí entonces una bonita relación de amistad y bromas que me hizo feliz durante mucho tiempo.
Una vez me pidió mi padre explicaciones por una de mis fechorías. Me disculpé como pude, sufriendo una vez más que fuera tan difícil hacerse entender por los mayores. Hubo algunas lágrimas y un pequeño castigo y al final mi padre me regaló, para que no olvidase aquella hora, una bonita agenda de bolsillo. Algo avergonzado y descontento por lo que había pasado me alejé y pasé por el puente del río; de repente iba delante de mí el hombrecillo, saltó al pretil y me ordenó con un ademán que tirase el regalo de mi padre al río. Lo hice inmediatamente, la duda y la vacilación no existían cuando estaba presente, sólo cuando él faltaba, cuando no aparecía y me dejaba empantanado. Me acuerdo de un día que paseaba con mis padres y apareció el hombrecillo; se cruzó al lado izquierdo de la calle, y yo detrás, y cada vez que mi padre me ordenaba que cruzase al otro lado, el hombrecillo se negaba a acompañarme, seguía obstinado por la izquierda y yo tenía que volver cada vez rápidamente a su lado. Mi padre terminó por cansarse y me dejó finalmente que caminase por donde quisiera, estaba ofendido, y más tarde, en casa, me preguntó por qué había tenido que desobedecer y caminar a toda costa por el otro lado de la calle. En esos casos me daba mucho apuro, incluso verdadera angustia, porque nada era más imposible que contar a nadie una sola palabra sobre el hombrecillo. Nada habría sido más prohibido, malo y pecaminoso que traicionarle, nombrarle y hablar de él. Ni siquiera debía pensar en él, llamarle o desear que apareciese. Si aparecía todo estaba bien y le seguía. Si no estaba, era como si nunca hubiese existido. El hombrecillo no tenía nombre. Pero lo más imposible del mundo era no seguirle cuando aparecía. A donde él iba yo le seguía, incluso al agua, incluso al fuego. No es que él me ordenase o aconsejase una cosa u otra. No, él hacía simplemente esto o aquello y yo le imitaba. Dejar de imitar algo que él hacía era tan imposible como que mi sombra no siguiese mis movimientos. Quizá yo era sólo la sombra o el reflejo de él o él del mío; quizá yo hacía aquello que creía imitar antes que él o al mismo tiempo que él. Por desgracia él no siempre estaba, y cuando faltaba mis actos carecían de naturalidad y necesidad, todo podía ser distinto, existía para cada paso la posibilidad realizarlo o no, de dudar y reflexionar. Los pasos afortunados, alegres y felices de mi vida de entonces los realicé todos sin reflexionar. El reino de la libertad es quizá también el reino de las ilusiones. ¡Qué bonita era mi amistad con la alegre vecina que me sacó de la fuente! Era muy animada, joven, guapa y tonta, de una necedad adorable, casi genial. Me dejaba que le contase historias de ladrones y de brujas, tan pronto me creía demasiado como no se creía nada y me tenía por uno de los sabios de Oriente, con lo que yo estaba absolutamente de acuerdo. Me admiraba mucho. Cuando le contaba algo divertido, se reía a carcajadas y con gran entusiasmo, mucho antes de que hubiese comprendido el chiste. Se lo reproché y le pregunté: «Escucha, Frau Anna, ¿cómo puedes reírte de un chiste si no lo has comprendido en absoluto? Eso es muy estúpido y además ofensivo para mí. O bien entiendes mis chistes y te ríes o no los comprendes, y entonces no hace falta que te rías y hagas como si los hubieses comprendido.» Ella siguió riendo. «Desde luego —exclamó—, eres el muchacho más inteligente que nunca he visto, eres extraordinario. Un día serás profesor o ministro o médico. La risa, sabes, no hay que tomarla a mal. Me río simplemente porque me das alegrías y porque eres la persona más divertida que existe. Pero ahora explícame el chiste.» Yo se lo expliqué detenidamente, me hizo aún algunas preguntas, por fin lo comprendió de verdad, y si antes se había reído con ganas y mucho, ahora se reía de verdad, se reía loca y desenfrenadamente, contagiándome a mí. ¡Cuántas veces hemos reído juntos, cómo me mimaba y admiraba, qué fascinada estaba conmigo! Había trabalenguas difíciles que yo tenía que recitarle tres veces seguidas muy deprisa, por ejemplo: «Wiener Wäscher waschen weisse Wäsche» [Lavanderos vieneses lavan ropa blanca], o la historia de «Kottbuser Postkutschkasten» [La diligencia de Kottbus]. También ella tenía que probar, yo insistía, pero se reía antes, no decía ni tres palabras ni quería hacerlo y cada frase comenzada terminaba en nuevas risas. Frau Anna era la persona más divertida que he conocido. Yo, con mi inteligencia de muchacho, la consideraba infinitamente tonta, y quizá también lo era, pero era un ser feliz y a veces tiendo a creer que las personas felices son sabias en el fondo, aunque puedan parecer tontas. ¿Qué hay más necio y que haga más infeliz que la inteligencia?
Pasaron los años y mis relaciones con Frau Anna se había ya adormecido, yo era un muchachote que iba al colegio y sucumbía ya a las tentaciones, las penas y los peligros de la inteligencia, cuando volví a necesitarla un día, otra vez fue el hombrecillo quien me condujo hasta ella. Desde hacía algún tiempo estaba yo desesperadamente preocupado con la cuestión de la diferencia de los sexos y con el origen de los niños, el problema era cada vez más acuciante y atormentador y un día me dolía y quemaba tanto que preferí no vivir antes que dejar sin resolver aquel angustioso enigma. Salvaje y obstinado iba a la vuelta del colegio por la plaza del mercado, con la mirada en el suelo, desdichado y sombrío, cuando de pronto volvió a aparecer el hombrecillo. Sus visitas se habían hecho cada vez más raras, hacía tiempo que me era infiel —o yo a él—, y ahora de repente le volví a ver, pequeño y ligero corría por el suelo delante de mí, visible por un momento, y se metió en casa de Frau Anna. Había desaparecido, pero ya le había seguido a esa casa, y sabía para qué; Frau Anna dio un grito cuando irrumpí inesperadamente en su habitación, porque estaba precisamente desvistiéndose, pero no pudo deshacerse de mía y pronto supe casi todo lo que necesitaba saber con tanta urgencia. Aquello se habría convertido en un amorío si yo no hubiese sido tan joven.
Esta mujer, divertida y tonta, se diferenciaba de la mayoría de los adultos en que, aunque tonta, era natural y espontánea, siempre inmediata, nunca mentirosa, ni apurada. La mayoría de los adultos eran distintos. Había excepciones, mi madre, síntesis de lo vivo, de lo misteriosamente eficaz, y mi padre, modelo de justicia e inteligencia, y el abuelo que caso no era ya un ser humano, oculto, universal, sonriente, inagotable. Sin embargo, casi todos los adultos eran sobre todo dioses de barro, aunque había que temerles y respetarles. ¡Qué ridículos eran con su torpe manera de actuar, cuando hablaban con los niños! ¡Qué falso sonaba su tono, qué falsa su sonrisa! ¡Cómo se tomaban en serio a sí mismos y sus preocupaciones y negocios, con qué exagerada seriedad sujetaban debajo del brazo sus herramientas, sus carpetas, sus libros cuando cruzaban la calle, cómo esperaban ser reconocidos, saludados y admirados! Los domingos venía a veces gente a casa de mis padres a «hacer una visita», hombres con sombreros de copa entre manos torpes, enfundadas en rígidos guantes de cabritilla, hombres importantes, llenos de dignidad, violentos de tanta dignidad, abogados e inspectores con sus mujeres algo asustadas y oprimidas. Estaban sentados tiesos en sus sillas, a todo había que invitarles, ayudarles en todo, a quitarse el abrigo, a entrar, a sentarse, a preguntar y contestar, a irse. Tomar este mundo pequeño burgués tan en serio como lo exigía no me resultaba difícil, porque mis padres no formaban parte de él y también lo encontraban ridículo. Pero también me parecían casi todo los adultos bastante extraños y ridículos aunque no hiciesen teatro y no llevasen guantes ni hicieran visitas. ¡Cuánto tono se daban con su trabajo, con sus oficios y sus cargos, qué grandes y sagrados se crían! Cuando un carretero, un guardia o un empedrador interceptaba la calle había que respetarlo, era natural apartarse y hacer sitio o incluso echar una mano. Paro los niños con sus trabajos y sus juegos no eran importantes, se les apartaba a un lado y se les chillaba. ¿Es que hacían cosas menos justas, menos buenas, menos importantes que los mayores? ¡Oh, no! Al contrario, pero los mayores eran poderosos, daban órdenes y gobernaban. Y sin embargo tenían, igual que nosotros, los niños, sus juegos, jugaban a los bomberos, a los soldados, acudían a clubs y tabernas, pero todo con ese aire de importancia y de legitimidad, como si todo tuviese que ser así y no hubiese nada más hermoso y sagrado.
Reconozco que también había gente inteligente entre ellos, incluso entre los profesores. Pero, ¿no era ya extraño y sospechoso que entre todas esas personas «mayores», que al fin y al cabo habían sido todas hacía poco tiempo niños, se encontrasen tan pocas que no hubiesen olvidado por completo lo que es un niño, como vive, trabaja, juega, piensa, lo que le gusta y disgusta? ¡Eran pocos, muy pocos los que aún lo sabían! No sólo había tiranos y brutos que eran malos y desagradables con los niños, que les echaban de todas partes, que les miraban con recelo y odio, que a veces tenían al parecer algo así como miedo de ellos. No, tampoco los otros, los que tenían buenas intenciones, los que a veces se dignaban a un diálogo con los niños, tampoco esos sabían ya lo que era importante, y cuando querían tratar con nosotros tenían que descender penosamente y con gran apuro al nivel de los niños, pero no al de los de verdad, sino de inventadas y estúpidas caricaturas de niños.
Todos los adultos, casi todos, vivían en otro mundo, respiraban otra clase de aire que nosotros los niños. A menudo no eran más inteligentes que nosotros y muchas veces sólo nos aventajaban en ese misterioso poder. Eran más fuertes y si no obedecíamos voluntariamente nos podían obligar y pegar. Pero ese poder, ¿era una verdadera superioridad? ¿Acaso no era cualquier buey o elefante mucho más fuerte que un adulto? Pero ellos tenían el poder, ellos mandaban, su mundo y su moda se consideraban los adecuados. Sin embargo —y eso me resultaba particularmente extraño y a veces hasta aterrador— había muchos adultos que parecían envidiarnos a nosotros los niños. A veces lo expresaban de una manera ingenua y sincera cuando decían con suspiro: «Ay, qué suerte tenéis los niños». Si no mentían —y a veces yo sentía al oírles que no mentían— entonces los adultos, los poderosos, los dignos y los que daban órdenes no eran más felices que nosotros, que teníamos que obedecer y dar muestras de respeto. En el álbum de música que yo estudiaba había una canción con el asombroso estribillo: «¡Qué dicha, qué dicha ser un niño!» Eso era un misterio. ¡Había algo que poseíamos nosotros, los niños, que no tenían los mayores, ellos no eran sólo más grandes y fuertes, sino en cierto sentido más pobres que nosotros! ¡Y ellos, a los que con frecuencia envidiábamos por su estatura, su dignidad, su aparente libertad y naturalidad, sus barbas y sus pantalones largos, ellos nos envidiaban a veces a nosotros, los pequeños, en las canciones que cantaban!
De momento yo era, a pesar de todo, feliz. Había muchas cosas en el mundo que hubiese querido ver distintas, especialmente el colegio; pero sin embargo era feliz. Aunque en todas partes se me aseguraba e inculcaba que el hombre no estaba en el mundo sólo para su placer y que la verdadera felicidad se le concedía en el más allá únicamente al que había sido puesto a prueba y había demostrado su valía, eso se desprendía de muchos refranes y versos que tuve que aprender y que con frecuencia me parecían muy bonitos y conmovedores. Sin embargo, estas cosas, que también preocupaban mucho a mi padre, no me inquietaban demasiado, y si alguna vez me iba mal, estaba enfermo o tenía deseos no satisfechos, si reñía o era rebelde con mis padres, raramente me refugiaba en Dios, porque tenía otros caminos secretos que me conducían de nuevo a la claridad.
Cuando fracasaban los juegos habituales, cuando el tren, la tienda y el libro de cuentos se agotaban y me aburrían, inventaba muchas veces otros nuevos. Y aunque no fuese otra cosa que cerrar los ojos en la cama por la noche y perderme en la visión fantástica de los círculos que aparecían ante mí, ¡cómo volvía a surgir entonces la dicha y el misterio, cómo se llenaba el mundo de presagios y promesas!
Los primeros años de colegio pasaron sin cambiarme mucho. Aprendí por experiencia que la confianza y la sinceridad pueden ocasionarnos daños y con algunos profesores indiferentes adquirí lo imprescindible en el arte de mentir y fingir; a partir de entonces me abría paso. Pero lentamente se marchitó también en mí la primera flor, lentamente aprendí también yo, sin darme cuenta, aquella falsa cantinela de la vida, esa sumisión a la «realidad», a las leyes de los adultos, esa adaptación al mundo «como es, al fin y al cabo». Hace tiempo que sé por qué en los libros de canciones de los adultos hay estrofas como esta: «Oh, qué dicha ser aún niño», y también para mí hubo muchas horas en que envidiaba a los que aún eran niños.
Cuando al cumplir los doce años se planteó si debía aprender griego dije inmediatamente que sí, porque me parecía imprescindible llegar con el tiempo a ser tan sabio como mi padre o incluso con mi abuelo. Pero a partir de ese día hubo un plan en mi vida; debía estudiar y hacerme sacerdote o filólogo, porque para estos estudios había becas. También el abuelo había andado en su día ese camino.
Al parecer la cosa no era nada grave. Sólo que ahora tenía de repente un futuro, en mi camino había ahora un indicador, cada día y cada mes me acercaba más a la meta fijada, todo señalaba en aquella dirección, todo se alejaba más y más del juego y del carácter inmediato de los días vividos hasta aquel momento, no carentes de sentido pero sí de meta y futuro. La vida de los adultos me había apresado por un rizo primero o por un dedo, pero pronto me atraparía y retendría del todo, la vida que perseguía metas, la vida de los números, la vida del orden y de los cargos, de la profesión y de los exámenes; pronto me llegaría también a mí la hora, pronto sería yo también estudiante, candidato, sacerdote, profesor, haría visitas con un sombrero de copa, llevaría guantes de cuero, no comprendería ya a los niños, quizá les envidiaría. Dentro de mi corazón yo no deseaba todo aquello, yo no quería abandonar mi mundo, que era tan bueno y delicioso. Al pensar en el futuro veía yo, sin embargo, una meta muy secreta. Había algo que deseaba ardientemente, y era convertirme en mago.
Aquel deseo y sueño me fueron files durante mucho tiempo. Pero empezaron a perder su poder omnímodo, tenían enemigos, se les oponían otras cosas, reales, serias, que no se podían negar. Poco a poco fue marchitándose la flor, poco a poco me vino el encuentro del infinito algo finito, el mundo real, el mundo de los adultos. Poco a poco el deseo de ser mago, aunque seguía deseándolo ardientemente, perdió ante mí mismo su valor, se fue convirtiendo en algo infantil a mis propios ojos. Ya había algo en lo que había dejado de ser niño. El mundo de lo posible, infinito y con mil facetas, quedaba acotado, dividido en campos, cortado por vallas. Lentamente la selva de mis días se transformaba, se petrificaba el paraíso a mi alrededor. Dejé de ser lo que era, príncipe y rey en el país de lo posible, no me hice mago, me puse a aprender griego, en dos años comenzaría con el hebreo, en seis años sería estudiante.
Imperceptiblemente se llevó a cabo la estrangulación, inadvertidamente se fue esfumando en torno mío la magia. La historia maravillosa del libro de mi abuelo seguía siendo hermosa, pero estaba en una página cuyo número yo conocía, y ahí estaba, hoy y mañana y a cada hora, ya no había milagros. El dios danzante de la India sonreía indiferente y era de bronce, pocas veces me paraba a contemplarlo, nunca le volví a ver bizquear. Y —lo que era más grave— cada vez veía con menos frecuencia al hombrecillo gris. Por todas partes me rodeaba el desencanto, lo que antes era ancho, ahora era estrecho, lo valioso, ahora mísero.
Sin embargo yo sólo sentía aquel proceso ocultamente, bajo la piel, aún era alegre y dominante, aprendía a nadar y a patinar sobre hielo, era el primero en griego y aparentemente todo iba a la perfección. Sólo que todo tenía un color más pálido, un sonido algo más hueco, me aburría ir a casa de Frau Anna, y en todas mis vivencias había algo que en silencio se echaba a perder, algo que no se notaba, algo que no se echaba de menos, pero que había desaparecido y faltaba. Y cuando ahora quería sentirme pleno y ardiente, necesitaba estímulos más fuertes, tenía que sacudirme y tomar carrerilla. Tomé gusto a las comidas picantes, hurtaba a menudo y a veces robaba unas monedas para concederme un placer especial, porque si no no había aliciente ni belleza. También comenzaron a atraerme las chicas; fue poco después de que volviera a aparecer el hombrecillo y me llevara una vez más a visitar a Frau Ann.
En Obstinación: Escritos autobiográficos
Título original: Eigensinn - Autobiographische Schriften
Traductor: Anton Dietrich
Madrid, Alianza Editorial, 1995
hola Señorita occidental, hace poco termine de escribir un libro autobiaografico sobre los prieros 7 años de mi infancia,El libro de marras era para obsequiar a mis amigos por motivos de cumplir 60 años, en la contraportada inclui ese parrafo de Hermann Hesse de "yo era un muchacho feliz..." pues buscaba una frase que de alguna manera sintetizase el contenido, ahora con asombro descubro leyendo la publicacion que sigue los mismos esquemas de mi relato claro esta desde una narrativa literaria infinitamente superior propia del genio de Hesse. Solo agradecerte que lo hayas publicado. Corrobora mi impresion de que todos en nuestra infancia tuvimos mucho de magos.
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